29
Sep
¿Qué peso se le da a la Inteligencia Emocional (IE) de un candidato cuando se valora su idoneidad para un puesto? En la práctica, poco, pues se sigue poniendo el foco en la experiencia, los conocimientos, los logros… lo habitual. Sin embargo, esta aproximación resulta muy insuficiente cuando se busca a un candidato más por el potencial que representa para el futuro, que por su capacidad para desempeñar unas funciones concretas, lo cual es frecuente en los niveles superiores.
La IE no es ninguna novedad. Se identificó en 1920 (R.L. Thorndike) como “inteligencia social”, aunque no se empezó a considerar en serio como criterio de selección hasta que Goleman la popularizó en 1995 con la publicación de su libro “Emotional Intelligence: Why It Can Matter More Than IQ”. Por eso, hay quienes se refieren a la IE como “vino de cosecha antigua en botellas nuevas”. Y también por eso sorprende que no se tenga más en cuenta como variable en los procesos de selección.
Definir la IE no es fácil. Se la ha descrito como “capacidad para gestionar las emociones propias y de terceras personas con el fin de crear y mantener un óptimo nivel de relación con los demás y afrontar de modo efectivo las demandas de nuestro medio”. Sin embargo, no hay un consenso general al respecto y, aunque sí hay muchos argumentos a favor de incluirla en los procesos de selección, también se evidencia la dificultad de medirla.
La principal hipótesis de Goleman y lo que captó la atención de los expertos para su posible uso en procesos selectivos es que la IE (que podríamos cuantificar como Cociente Emocional o EQ) es más segura como indicador de éxito en la vida que el cociente de inteligencia (IQ), las notas académicas o las puntuaciones en los tests de aptitud. ¡Nada menos! Al igual que Goleman, otros investigadores confirmaron esta hipótesis, aunque variando el porcentaje en el que ese EQ influye en el éxito.
¿Qué ha pasado?
De todas formas, por muy revolucionaria que fuera esta afirmación en su tiempo, no ha supuesto, ni mucho menos, la incorporación generalizada de la IE como criterio de selección.
Y es que hoy por hoy lo más frecuente es que las empresas vayan a piñón fijo cuando abordan los procesos de selección, es decir: se siguen procesos y se usan recursos estandarizados para rentabilizar tiempo y esfuerzo, y la IE, tan escurridiza cuando se trata de cuantificarla, no forma parte como tal de los objetivos de evaluación. Asusta pensar la cantidad de directivos en España, en base a nuestra experiencia y a informes sectoriales, que aún desconocen lo que es la IE.
El valor de la IE
Todos los profesionales de RRHH están de acuerdo en la importancia de la IE en el ámbito laboral y en todos los niveles de responsabilidad. Numerosos estudios avalan las ventajas de contar con empleados emocionalmente inteligentes, cuando se trata de optimizar sus niveles de motivación, rendimiento y resultados.
Por ejemplo, se ha confirmado que los empleados emocionalmente inteligentes se adaptan mejor y de forma más rápida a los nuevos puestos; y que los que no lo son, duran menos en la empresa. O que a mayor nivel de IE se toman decisiones más acertadas, y que cuanto más complejo es el trabajo, más necesaria es la IE. Si hablamos de trabajo en equipo, la influencia de la IE sobre el rendimiento y los resultados es todavía mayor.
La IE se ha revelado todavía más importante entre mandos y directivos, pues su capacidad de gestionar las emociones de sus equipos (reconocimiento, cambio, resistencias, etc.) y las suyas propias determina su éxito como líderes. Podemos decir que lo que diferencia a los buenos directivos de los “normalitos” es su IE.
¿Por qué cuesta tanto mirar de frente la IE?
Por lo tanto, son las empresas las que han de valorar si el empleo de la IE en los procesos de selección es beneficioso para ellas. Y aunque esto parece incuestionable, hay dos factores que explican la resistencia a incluirla formalmente como criterio de selección:
1. En primer lugar, las empresas tienen el convencimiento de que la IE, en sus componentes más críticos, ya está incluida en las competencias corporativas que sí son objeto de evaluación. No existe, pues, un rechazo frontal, pero nadie quiere complicarse la vida (nuevas herramientas de evaluación, baremaciones, adaptación a puestos, etc.), y mucho menos si el aporte no va a ser sustancial.
Es cierto que hay tests estandarizados que miden (o pretenden medir) la inteligencia emocional, pero las mejores pruebas se consiguen mediante muestras efectivas de la habilidad del sujeto al realizar la tarea en sí.Por otra parte, se evalúa con frecuencia la inteligencia emocional a través de la entrevista (el 80% de los seleccionadores considera la entrevista el elemento más influyente a la hora de tomar la decisión final), de ciertas dinámicas, de casos prácticos… aunque sin el rigor que da una puntuación validada que permita comparar objetivamente a unos candidatos con otros. No hay que perder de vista que los criterios de decisión de los seleccionadores son subjetivos y cambiantes.
2. En segundo lugar, aún existe un enorme desconocimiento de lo que es la IE y lo que aporta a la capacitación de un candidato para un puesto determinado. Este desconocimiento implica desconfianza y la desconfianza lleva a ignorar o a posponer indefinidamente su inclusión en los procesos de selección.
Profundizar en este tema nos lleva a la conclusión de que es prioritario incorporar empleados emocionalmente inteligentes y que deberíamos poder hacerlo con la precisión quirúrgica que demanda cada puesto y cada empresa. Mantener y desarrollar esos factores sería la siguiente tarea.