He pasado muchos años de mi vida profesional dedicado a identificar necesidades formativas en las organizaciones, una labor imprescindible para mejorar el desempeño y los resultados de cualquier colectivo. El colectivo de directivos es uno de los que más horas de formación consume al año. Este dato evidencia el papel indispensable que juegan los directivos en cualquier empresa. No olvidemos que estas personas cumplen un abanico de funciones, el cual abarca desde la regulación de las relaciones internas en el día a día, hasta la toma de las decisiones más críticas.

La experiencia me ha llevado a entender bastante bien lo que las empresas quieren de un directivo, pero una cosa es entenderlo o imaginarlo, y otra muy distinta encontrarlo en la vida real. Hoy por hoy, difícilmente vamos a hallar todas esas cualidades bajo la misma “cáscara” (permítaseme la licencia).

En cualquier manual de Management encontraremos listados los tópicos del directivo ideal: conductor de equipos, gran comunicador, comprometido con su empresa, planificador de tareas, íntegro, formador de su gente, etc. Lo que solían ser rasgos diferenciales se han convertido en obligaciones ineludibles para cualquier directivo que se precie. ¿Es este un planteamiento demasiado exigente? Puede ser. Nadie dijo que fuera fácil dirigir equipos…

Más allá de los modelos de competencias que cada empresa utiliza como referencia para seleccionar, evaluar y formar a sus directivos, me he encontrado con otros rasgos tanto o más deseables que los que imponen formalmente esas competencias. Estos rasgos informales, por así decir, los he descubierto por tres medios:

  • Hablando con el CEO de turno, que no renuncia (y así debe ser) a contar con el mejor equipo directivo.
  • Observando el desempeño de algunos directivos de diferente nivel, sector, actividad, sexo, edad, origen, etc.
  • Escuchando a los equipos a cargo de tales directivos, que a menudo se fijan más en las virtudes ausentes que en las presentes, pero esas ausencias (o carencias) nos ayudan tanto o más que las propias virtudes a completar el perfil del directivo 10.

Pensar en este directivo “premium” me hace comprender algo mejor al Dr. Frankenstein de la novela de Mary Shelley, quien, cargado de buenas intenciones, quiso crear al hombre perfecto partiendo de materia inanimada. Inspirado por su método, me propongo rescatar de mi experiencia esos retales con los que podremos concebir a nuestra “criatura”.

Se trata de aspectos que no son tanto el fruto de las exigencias profesionales, sino de una actitud vital, algo quizá más difícil de cuantificar, pero que les acerca a esa excelencia que solo alcanzan unos pocos. Más o menos previsibles, sorprendentes o mejorables, conocer estos rasgos me ha ayudado a detectar mejor al buen directivo (el directivo diez, top, high performance o cómo se le quiera llamar). El directivo diez, por tanto:

  • No se lo cree, sabe que está de paso, que el mercado se mueve como una estación espacial, donde no existe arriba y abajo. Su seguridad viene de su desempeño, no de su posición.
  • Valora más su vida personal, su ocio, su familia, su descanso. Dedicar tiempo a sí mismo es una de sus prioridades, y el compromiso con la empresa ya no significa renunciar a todo lo demás.
  • Como consecuencia, su autoestima o su vida no dependen de su trabajo. El trabajo es muy importante para él o para ella, pero no es lo más importante, ni tampoco insustituible. Esta actitud le ayuda a distanciarse de los riesgos, problemas, decisiones, etc., que se generan en su puesto.
  • Le gusta aprender de todo. Como una esponja, absorbe información que podrá utilizar en una conversación con un cliente, para dar respuesta a una duda de un colaborador o por simple satisfacción personal.
  • No es esclavo de las formas, no está obsesionado con parecer un directivo… aunque lo sea. Podemos verle comiendo en un burguer, llevando un reloj de promoción o corriendo con las zapatillas rotas de hace un lustro.
  • Conoce muy bien las facetas técnicas de su trabajo, lo que le permite asumirlas personalmente si las circunstancias lo exigen o supervisar más estrechamente el trabajo de sus colaboradores.
  • Se utiliza a sí mismo para dar a conocer su empresa en el exterior: acude a foros profesionales, conferencias, presentaciones comerciales, acciones formativas…  Se deja ver, se relaciona. Crea y mantiene contactos. Sabe que debe sembrar para poder recoger.
  • Aprovecha muy bien lo que saben los demás. No le da reparo preguntar lo que sea a quien sea si con ello obtiene la respuesta que busca. No le preocupa aparentar, al menos no tanto como lograr sus objetivos.
  • Escucha. Sí, en serio, hay gente que lo hace, ¡y que lo disfruta! Sabe que es parte esencial de su trabajo, ya que trabaja con personas, con clientes, con colegas que necesitan que se les tenga en cuenta. Sus resultados dependen de los que le rodean, por lo que necesita saber qué piensan y qué quieren esas personas.
  • Es competitivo, pero sobre todo consigo mismo, no tanto con los otros. Quienes compiten con los demás dejan que sean otros quienes marquen su ritmo y sus metas. Quienes compiten consigo mismos (con su pasado, con sus objetivos y expectativas) consiguen hacerlo mejor cada vez.

Si cosemos bien firmes estos retales en un solo cuerpo podremos engendrar a nuestro monstruo, un ser de tal condición no por lo feo, sino por lo irreal. ¿O no? Solo sé que si encontrásemos a alguien que se ajustara a esta descripción, deberíamos plantearnos darle una segunda vuelta al mito de Frankenstein, usando, ahora sí, la ciencia en beneficio de todos, mediante la clonación. No estaría mal, ¿no?