La gestión del cambio en las organizaciones es uno de esos temas perennes, que nunca pierden su vigencia. A veces el cambio es más previsible y, por tanto, más fácil de someter a planificación; otras, llegan cambios inesperados, urgentes… pero de un modo u otro, el cambio siempre está ahí, porque es consustancial a cualquier organización.

Implantar o adaptarse al cambio siempre es un reto, pero se vuelve especialmente difícil si hablamos de grandes compañías. La mayor parte fracasan en sus intentos de hacer cambios, ya sea porque no cumplen todos los objetivos que se habían propuesto, o porque al cabo de un arduo proceso, descubren que, en esencia, todo sigue igual.

¿Por qué sucede esto una y otra vez? ¿Debemos dar por imposible el cambio dentro de una gran empresa? Numerosos estudios al respecto han demostrado que el éxito de un proceso de cambio en una organización depende, más que de ningún otro factor, de la capacidad para cambiar, antes, la actitud y el comportamiento de las personas implicadas. Dicho de otro modo: no hay cambio posible, si no se transforman antes las personas responsables de producir el cambio.

Hace doce años, las investigaciones a las que hacía referencia se concretaron en un célebre artículo publicado en la McKinsey Quarterly: “La psicología de la gestión del cambio”. El papel plasmaba las 4 estrategias que, de acuerdo con la experiencia acumulada, habían demostrado resultar más útiles para transformar la mentalidad de las personas implicadas en un proceso de cambio.

1.    Hacer comprensible el cambio

Aunque a menudo no lo parezca, las personas necesitamos ser consecuentes, es decir: actuar según nos dictan nuestras ideas, creencias y valores. Esto explica que cuando las personas creen en el cambio (en su necesidad, su oportunidad, sus beneficios…), actúan a favor de dicho cambio. Por eso, si no se dedica el tiempo y los medios suficientes a comunicar las razones del cambio, el fracaso está servido.

Pero ¡ojo!, porque cuando se trata de comunicar, las investigaciones han descubierto dos mecanismos cognitivos que pueden echar por tierra las mejores intenciones:


El “falso consenso” es un sesgo que nos lleva a sobreestimar el grado en que los demás comparten nuestras propias actitudes y creencias: como yo considero que tener muchos amigos es bueno, doy por hecho que los demás también, ignorando que hay quienes prefieren tener dos o tres buenos amigos contados. ¿Qué es mejor? Esa no es la cuestión. La cuestión es que para comunicar los beneficios de un cambio, hay que partir de la base de que pueden existir distintos puntos de vista sobre una misma situación.


La llamada “maldición del conocimiento” consiste en que, en cuanto adquirimos un conocimiento, nos parece como si siempre lo hubiéramos sabido y nos resulta difícil imaginar que otros no sepan eso que, hasta hace nada, nosotros mismos no sabíamos.


Comprender todo esto nos ayuda a tener presente que los empleados no tienen por qué conocer las razones del cambio, ni cómo se va a llevar a cabo, si nadie se lo cuenta. Y por tanto, tampoco se puede esperar, como es natural, que apoyen la necesidad y oportunidad del cambio, por muy convencida que esté la Dirección.

Los líderes han de desarrollar una especie de “historia de cambio”, una narrativa que ayude a la gente a comprender hacia dónde se dirige la empresa, por qué está cambiando y por qué este cambio es importante. Y no solo eso, sino que será muy útil recoger el feedback de los propios empleados, para así saber cómo se está entendiendo y asimilando la historia. Esta comunicación bidireccional es fundamental para fomentar y reforzar el compromiso de los empleados con el cambio.

 

2.    Reforzar la implicación del empleado

Cuando hablamos de reforzar la implicación del empleado, todos pensamos automáticamente en los incentivos económicos. Sin embargo, no es el único refuerzo posible, ni siquiera el más efectivo. Factores como la colaboración, el sentido de pertenencia o el logro han demostrado repetidamente ser más eficaces.

De lo que se trata, en todo caso, es de impulsar, fortalecer y consolidar la participación activa en el proceso de cambio. Debemos ser capaces de aprovechar el potencial de ciertos estímulos para generar determinadas respuestas y, de ese modo, fomentar la aparición de ciertas conductas y la erradicación de otras.

 

3.    Desarrollar las habilidades que demanda el cambio

El cerebro humano es moldeable; no sólo el cerebro de los bebés o los niños, también el cerebro adulto se adapta constantemente al entorno. Por ejemplo: en su momento se comprobó que el hipocampo de los taxistas estaba más desarrollado que el de otros trabajadores, lo que tenía su explicación en el hecho de que debían memorizar al detalle el mapa de calles de una gran ciudad. 
Google Maps puede haber alterado esta circunstancia, pero lo que no ha cambiado es nuestra asombrosa capacidad para aprender cosas nuevas. Es cierto que a veces no sentimos la necesidad de aprender cosas nuevas, especialmente cuando ni siquiera sabemos que existen. Ese cierto grado de ignorancia puede llevarnos a pensar que sabemos todo lo que hay que saber o que poseemos habilidades que no tenemos. El problema es que cuando, al fin, percibimos nuestras carencias, nos sentimos limitados e incapaces de cambiar.

Esta situación se conoce en psicología como “indefensión aprendida” (Martin Seligman et al.) y se da cuando nos resignamos a una circunstancia que percibimos como inamovible, por la creencia profunda de que desarrollar nuevas habilidades o bien no es una posibilidad, o bien no tendrá ningún efecto sobre los acontecimientos.


Inculcar un sentido de control sobre las situaciones, formando en las habilidades y capacidades que la nueva situación va a demandar, tiene un efecto demostrado sobre la motivación de la gente para mejorar. Cuando sentimos que nuestro esfuerzo da frutos, sentimos un chute de energía que nos ayuda a adaptarnos y participar en la construcción del cambio.

 

4.    Influir desde ejemplo

Los seres humanos, como otros animales, aprendemos en gran medida por imitación. Imitamos las posturas, la manera de hablar, los comportamientos, los estados de ánimo e incluso los pensamientos e ideas de algunos de nuestros semejantes, sin ser conscientes de ello. En la empresa, estos “semejantes” son líderes de opinión que pueden estar en cualquier parte y a cualquier nivel. Puede ser un jefe o un compañero; y cuando esta persona influyente considera que algo es correcto, los demás nos inclinamos a pensar del mismo modo.


Los influencers, sin ir más lejos, viven de esta tendencia tan profundamente arraigada en los seres humanos. Y los publicistas, y los directores de campañas políticas… Por supuesto, la empresa no es una excepción. La empresa también la componen seres humanos, y como tal, se puede aprovechar de esta potente palanca para movilizar a los empleados hacia el cambio.


En resumen: no deja de sorprender cómo las empresas se embarcan en ambiciosos procesos de cambio, sin enfocarse antes en cambiar la actitud y alinear el comportamiento de las personas implicadas en ese cambio. Y es que, aunque este planteamiento sea de sentido común, es fácil pasarlo por alto en medio de la vorágine de actividad que normalmente acompaña a los procesos de cambio a gran escala que se producen en las organizaciones. Las cuatro estrategias expuestas resultan muy esclarecedoras cuando se trata de transitar con éxito el camino hacia el cambio.

 

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