“Felicidad”, “optimismo”, “pensamiento positivo”… son términos que han pasado al diccionario habitual de las empresas. Conforman la materia prima con la que trabajan los llamados “Departamentos de la Felicidad”, cuya implantación es ya tendencia. Su objetivo es promover el bienestar emocional de la plantilla; su felicidad.


Pero, ¿saben las empresas con qué están trabajando? ¿Se puede controlar o ejercer influencia sobre un sentimiento tan personal, tan subjetivo? Ya decía Shakespeare, en boca de Hamlet: “No existe ni lo bueno, ni lo malo; es el hecho de pensar lo que hace que una cosa sea buena o mala”. El psicólogo Albert Ellis (1977) secundó esta idea cuando dijo que nuestra felicidad no depende de lo que nos sucede, sino de la interpretación que hacemos de lo que nos sucede.


Ed Diener y Martin Seligman (2002) midieron el nivel de felicidad percibida en 200 universitarios y descubrieron que los que se consideraban más felices no acumulaban más experiencias positivas (sacar buenas notas, tener muchos amigos, etc.) que los infelices, es decir: que la vivencia de felicidad no dependía de las experiencias vitales.


Entonces, ¿de qué depende “ser feliz”? ¿Es que no me hace feliz que me toque la lotería o infeliz sufrir un accidente grave?
Brickman y Campbell (1971) propusieron la idea (respaldada después con numerosos estudios) de que nuestro estado de ánimo se ajusta rápidamente a nuestras circunstancias vitales hasta alcanzar un equilibrio constante, un poco como cuando ajustamos el paso para adaptarnos a la velocidad de una cinta transportadora. La cuestión es que cada uno tenemos un nivel de felicidad básico (Lykken, 2000) al que acabamos volviendo a lo largo de nuestra vida.


Quien ha tenido experiencias muy positivas (ganar la lotería) o muy negativas (sufrir un accidente con secuelas graves) pasa por un período de euforia o de duelo, pero su ánimo regresa a niveles normales apenas dos meses después del acontecimiento. La mayoría, pues, nos adaptamos rápidamente a las circunstancias de la vida, tanto buenas como malas, y estas afectan nuestro nivel de felicidad más a corto que a largo plazo (Clark, Diener, Georgellis & Lucas, 2008).


Algunos acontecimientos vitales trascendentes como divorciarse, enviudar o enfermar crónicamente pueden afectar a nuestra felicidad a largo plazo, pero la mayoría de las personas terminan adaptándose con el paso del tiempo.


¿Heredamos ese nivel básico de felicidad? Los índices de felicidad se parecen mucho más entre gemelos univitelinos, que entre hermanos comunes, lo que nos lleva a pensar que la disposición a la felicidad es algo hereditario, al menos en un 50%. Esto no significa que estemos completamente determinados genéticamente, sino que tenemos una cierta predisposición a ser más o menos felices, dependiendo de nuestra genética.


Por otra parte, la felicidad también depende de que se cumplan nuestros objetivos y expectativas vitales y de la importancia que le demos a cada uno. Por eso, una garantía de insatisfacción es marcarse metas muy difíciles de alcanzar.


Y el dinero, ¿da la felicidad? La revista Forbes identificó en el año 2002 el nivel medio de felicidad de los 400 americanos más ricos: 5,8 en una escala de 1 a 7.  Curiosamente, es el mismo nivel que identificaron Diener y Seligman entre los Amish de Pensilvania en un estudio de 2004, con un salario -obviamente - miles de millones más bajo.


Se han identificado varios factores clave que explican las diferencias en la felicidad percibida, mejor que el nivel de ingresos: confianza en los semejantes, empleo, estabilidad afectiva, participación social, etc. (Richard Layard, 2005).  Sin embargo, se le da más importancia a la riqueza en entornos más pobres y mucho menos en entornos más ricos (quien pasa hambre solo quiere sobrevivir, no se plantea si es más o menos feliz).


La felicidad percibida también depende de cómo nos comparemos con la gente que nos rodea, los más cercanos: con nuestros compañeros de trabajo, nuestros vecinos, nuestros amigos y familiares…, no con deportistas de élite, estrellas de cine o aristócratas.


Asimismo, se ha comprobado que las nuevas experiencias (nuevo puesto, nuevo cargo, nuevo despacho, nueva pareja…) van perdiendo su capacidad de influencia sobre nuestro ánimo (Clark, Dienis & Giorgellis, 2001), lo que nos lleva a buscar nuevamente experiencias nuevas y estimulantes: reformar la casa, comprarse un coche, etc. Y es que el cerebro responde con mayor intensidad a los cambios que a las condiciones persistentes.


Un último apunte: cuando nos preguntamos en qué medida somos felices, solemos pensar en las experiencias recientes o próximas -ya sean pasadas o futuras-, por el simple hecho de que están más a mano en nuestra cabeza, y no hacemos una reflexión en profundidad de nuestra vida (Schwartz, 1987). Por esta razón, la percepción de la felicidad es bastante cambiante: somos felices ahora, quizá no tanto dentro de media hora y puede que mañana lo seamos más. Nuestra felicidad está condicionada por lo que nos acaba de pasar, por los recuerdos, los logros, los traumas, por las expectativas, por el momento presente… No es un estado en equilibrio, es una montaña rusa.


En definitiva, podemos concluir que:

  • La vivencia de felicidad no depende, al menos no tanto como se creía, de nuestras experiencias vitales, las cuales afectan a nuestro ánimo sólo temporalmente. Por el contrario, todos tenemos un “nivel de felicidad básico” que mantenemos en el tiempo y al que acabamos regresando después de cualquier experiencia.
  • Una parte importante de nuestra disposición a la felicidad (al menos un 50%) es hereditaria. El otro 50% depende de cómo nos afectan en cada momento esas circunstancias externas (según su importancia y su permanencia), así como del cumplimiento de nuestros objetivos y expectativas vitales. Tener o ganar más dinero es importante cuando no se tienen cubiertas las necesidades básicas; en el caso de tenerlas ya cubiertas, otros factores (empleo, estabilidad afectiva, confianza en el otro, etc.) tienen más influencia en la percepción de la felicidad. 
  • Por último, valoramos nuestra felicidad en comparación con cómo percibimos a quienes nos rodean y más influidos por las experiencias más recientes. De ahí que la percepción de la felicidad sea tan inestable.

Todas estas conclusiones provienen de estudios compartidos y verificados por la comunidad científica a lo largo de las últimas 3 décadas. La pregunta es: ¿se están teniendo en cuenta para sostener la gestión de la felicidad, la motivación y la satisfacción laboral en la empresa?