El primer jefe que tuve en la vida era de esos tipos que van de sobrados. Lucía una sonrisa permanente de autosuficiencia y con su actitud parecía decir: “Qué suerte la de que aquel que puede disfrutar del privilegio de mi reconocida e inestimable presencia y empaparse de mi sabiduría sin límites”. En su persona confluían la infalibilidad del Papa, la invencibilidad de Napoleón y la invulnerabilidad del Correcaminos. Una joya.

Mi siguiente jefe rompió ese molde. Me encontré con un tipo realmente simpático y directo (quizá demasiado). El contacto físico tenía gran peso en su relación con los demás. Su repertorio incluía desde el viril apretón cruje-falanges hasta el palmotazo en la cerviz o la recia cachetada en el cogote. Un peligro contra la salud pública que me producía terrores nocturnos. Por lo demás, resolvía los asuntos del día a día con desparpajo, basando sus decisiones en arrebatos emocionales que respondían a... ¿la alineación planetaria? ¿El resultado de su equipo en la última jornada de liga? Imposible saberlo…

Llegado a ese punto, daba por hecho que, en relación a mis jefes, nada podía empeorar mis experiencias pasadas. Como te imaginarás, pronto pude comprobar que me equivocaba. La tercera en la lista, una mujer joven, intensa y con mucho empuje, había aterrizado en la empresa desde una consultora de prestigio. Enseguida demostró un interés compulsivo por la innovación de alto componente técnico. Según ella, que no estuviéramos preparados no tenía por qué suponer un problema, siempre y cuando estuviéramos dispuestos a hacer un pequeño esfuerzo. Y eso fue lo que hicimos: nos volcamos en cuerpo y alma para aprender a usar una nueva herramienta de gestión que tardamos varios meses en empezar a descifrar y que estuvo a punto de hacer colapsar el negocio. Nunca lo olvidaré.

Con esto llegamos por fin al que ha sido, desde entonces, mi cuarto y último jefe (al menos por ahora): yo mismo. Cuando me paro a reflexionar sobre ello, quiero creer que he sabido discriminar lo bueno que me han aportado mis predecesores y también me doy cuenta de que, en estos años, he aprendido a identificar, en las profundidades de mi cerebro, una zona a la que llamo el “lóbulo del liderazgo”.

Soy consciente de que nuestro perfil de líder no se forma como por ensalmo, de un girón de luz divina, sino sobre la experiencia que nos ha hecho llegar donde estamos y la formación que nos aporta lo que aún ni hemos descubierto que nos falta. Experiencia y formación.

El sentido de la formación directiva es construir o perfeccionar a los líderes que necesitamos en las empresas.

Un buen líder tiene, de base, estas actitudes: 

  • Curiosidad intelectual por todo lo que le rodea.

  • Interés real por lo que piensan los demás.

  • Capacidad de proyectarse al futuro.

  • Compromiso para afrontar el riesgo.

  • Sentido común por encima de todo.

¿Se puede formar a la gente para que se comporte así? Reconozcámoslo: no es fácil. A menudo nos encontramos con empresas que compiten por ofrecer las formaciones más novedosas, originales y alternativas, por divertir por encima de (y, en ocasiones, a costa de) aprender, por “impactar”, en un sentido amplio y difícil de aprehender, por encima de todo. Se diría que el hecho de aprender y aplicar lo aprendido ha dejado de ser el criterio más importante para valorar la calidad de la formación.

En cualquier caso, el perfil que he descrito debe entenderse como base de cualquier directivo, no como nivel de excelencia. Se trata de convertirlo en norma y no en algo extraordinario. Un buen líder no debería ser una anomalía en las organizaciones.
Me gustaría poder decir que mis pasados jefes, la formación recibida y mi propio “lóbulo de liderazgo” me ayudan a ser mejor líder cada día, pero son otros los que deben decirlo. Lo que sí sé es que la formación directiva (y esto lo tengo claro cuando la aplico) hace todo más sencillo cuando sabe dónde mirar (a la experiencia), reconoce las carencias y capacidades (el lóbulo del liderazgo) y tiene claro dónde quiere llegar.

Quizá en unos años empiece a utilizarse sustancias químicas o implantes neuronales para adaptar a voluntad el perfil del jefe que necesitamos, pero hasta entonces, vamos haciendo el camino que otros, sin saberlo, nos ayudaron a trazar.
 


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